sábado, 19 de enero de 2008

Do ut des. (doy para que des)

Mi padre siempre fue un caballero. Un tipo simpático, amable, ocurrente, extraordinariamente educado, quizá un poco diletante, pero absolutamente encantador. No era especialmente atractivo, ni mucho menos un seductor, ni tan siquiera era interesante, como mucho era abierto y sociable.

Sin embargo era un ser humano excepcional. Un tipo noble, desprendido –quiza en exceso-, con unos valores morales firmes –inconcebibles en los tiempos que corren- y absolutamente generoso.

Tanto lo fue, que nuestra economía familiar fue se fue al traste al menos en tres ocasiones –que yo recuerde- siendo la última, a finales de los 80, la mas grave.

De mi padre, no heredamos un duro, ni mi hermano ni yo. Es mas, nos costo mucho zanjar algunos temas que dejo pendientes, y no me refiero a cuestiones meramente económicas.

A la muerte de mi padre, mi hermano y yo asumimos la liquidación de aquellos asuntos pendientes que debíamos finiquitar en el ámbito económico. Sin embargo, fue mas triste y mas espinoso tener que afrontar la falta de caballerosidad y de hombría de alguno de los miembros de mi familia.

Cualquiera que me conozca medio bien, sabe que nunca en la vida discutiré por dinero. Creo, como buen mediterráneo, que del dinero se habla antes de nada. De no hacerse así, debe presumirse un gesto generoso hacia el otro, y en absoluto cicateria alguna o mezquinada.

Yo crecí en esa filosofía. Era muy sencillo: cuando hay “posibles” se gastan, cuando no los hay, se restringe el gasto, es decir, se gasta poco y con mucho rigor. No se si era lo adecuado, pero mi casa funcionaba así.

Sin embargo, siempre habían regalos cundo debia haberlos –caros o baratos-, lo celebrábamos todo –con mucho o con poco- y cuando uno necesitaba algo –un traje para una fiesta, dinero para un viaje, o un gasto extra en el dentista- siempre se encontraba la “financiación” adecuada, saliera de donde saliera.

Cuando comencé a salir con chicas, sentía la obligación de ser el que corriera con los gastos de la “fiesta”: cine, palomitas, chuches, etc…Con el transcurrir de los años fue peor: las chuches se convirtieron en cenas y la palomitas en una copa, y no siempre podía asumir el coste.

Fue entonces cuando entendí que había que hacer algo para encontrar otras fuentes de financiación mas allá del entorno familiar. Hice horas en una imprenta, di clases, repartí cartas y trabajé en distintos “negocios” para buscarme la vida.

Nunca he querido vivir a costa de nadie, nunca he querido ser un “coste adicional”, un gasto. Por eso me sorprende que al cabo del tiempo, haya gente que no entienda mi forma de ser. Soy capaz de gastarme lo que tengo, y lo que no tengo, en un regalo, en una cena o en una “fiesta”. Jamás saco cuentas. Tampoco exijo que nadie gaste conmigo mas de lo que considere adecuado. Pero como dice Pablo de Tarso, “el amor es generoso, no lleva cuentas”.

Sin embargo el concepto de generosidad es, un poco esquivo. Alquien podria entener –erróneamente- que hablo de generosidad en un sentido crematistico o meramente economico. Sin embargo no es asi.

La generosidad tiene que ver con entregarlo todo, sin guardarse nada. Dar lo que te sobra –no se quien lo canta- no es compartir, sino dar limosna. Hacer cuentas, para ti y para el resto del mundo, no es ser generoso, es ser calculador y cicatero.

Sin duda, es una virtud en los tiempos que corren. Ser generoso, no es solo una cuestión económica. Ser generoso es entregarse, ofrecerse, compartir –tiempos, sentimientos, dificultades, sufrimientos-. Muchas veces, es hacerlo en silencio, sin esperar nunca nada a cambio, pero sabiendo que en el fondo la otra persona siente tu presencia, tu entrega y tu preocupación.

Cuando eso ocurre, te sientes bien. Aunque nunca nadie te lo vaya a agradecer. Es en esos momentos, me acuerdo de mi padre. Veo su mirada afable, su sonrisa encantadora. El gesto amable y generoso de un caballero que nunca tuvo nada suyo, que nunca dudo para ayudar a otros y que quiso educar a sus hijos en la honradez, el respeto y la generosidad.

miércoles, 16 de enero de 2008

Cuanto echo de menos un buen edredon

La normalidad es acogedora, confortable. Como uno de esos edredones de plumas, calidos y ligeros, con los que te arropas en las noches frias del invierno. De igual forma la cotidianeidad te envuelve y te abriga frente a esa intemperie incierta y precaria de los sentimientos.

A mi me horroriza tener que bregar con mis propios sentimientos. Cada vez que me dejo llevar por ellos, termino, amargado y absolutamente agotado. Supongo que es inevitable, que uno no puede negarse a sentir, no puede resistirse a su propia naturaleza.

Sin embargo el quehacer diario, las obligaciones –profesionales o familiares- los compromisos, la necesidad de cumplir plazos, la competitividad, el creciente numero de imbéciles con los que te encuentras en tu entorno laboral, la necesidad de soslayar navajazos, hostias y traiciones, te ocupan la vida de tal forma, que no te dejan tiempo para pararte y atender a tus sentimientos. Luego nos quejamos, decimos que esto no es vida, que no puedes dedicarte a la gente que quieres, que necesitamos tiempo para nosotros mismos, etc, etc….

Pero no es verdad, es mejor que vivamos al abrigo de stress, de la rutina, de las fuertes exigencias de nuestro trabajo. Es mejor que nos protejamos bajo el paraguas de la cotidianeidad, exigente y tirana, así no tenemos que arriesgarnos a sentir. No tenemos que afrontar nuestras propias contradicciones y la voluntad arbitraría de nuestros deseos. Y lo mejor es que de esta manera, nos ahorramos sufrir.

Cuando cedo a la presión de mis sentimientos, cuando me dejo llevar por el sentimentalismo, cuando echo de menos algún momento o a alguna persona del pasado, cuando absurdamente me asalta el deseo de ser feliz y cometo el estúpido error de buscar refugio y amparo en otros, y me asomo a sus vidas en busca de su apoyo o su abrazo, termino estrellándome contra la ley del hielo de su propio interés y su lógico egoísmo.

Es entonces cuando aprecio más mi trabajo y mi rutina, cuando busco el blanco manto de su calor y su confortabilidad. Aunque la verdad es que yo nunca había sido así, pero quien va con un cojo, al año si no cojea, al menos renquea

Lo cierto es que no soy un León tan peligroso como algunas personas dicen. En realidad, a penas soy un gatito ronroneante que solo busca un regazo y que le acaricien el lomo. Y solo un rato, porque al poco salto y me marcho para afrontar nuevas historias, con la fuerza que me produce el convencimiento de que en alguna parte, alguien me quiere.