jueves, 22 de mayo de 2008

HIJOS.

Nada ni nadie puede impedir que sufran,
que las agujas avancen en el reloj,
que decidan por ellos,
que se equivoquen,
que crezcan y que un día
nos digan adiós.

Esos Locos Bajitos
Joan M. Serrat



Tener un hijo es, probablemente, lo más importante que he hecho en mi vida. Supongo que todos los padres –con enorme pazguatería – pensamos que nuestros hijos son geniales, maravillosos. Yo también.

Ayer tuve un día complicado. Lleno de tareas/compromisos –personales, profesionales, familiares- y salpicado de discusiones conyugales. Mi principal problema es que no digo a nada que no, así que voy acumulando compromisos que procuro encajar como puedo en la trama horaria del día. Consecuentemente voy arrastrando retrasos y acumulando incumplimientos, lo que se traduce en malas caras, disculpas, y estrés. Mucho estrés.

Una de las tareas que tenia asignadas ayer, era la de recoger a mi hijo, llevado a música y luego recogerlo. Como quiera que tuve una comida de trabajo con dos magníficos diseñadores, se me fue el santo al cielo y llegue tarde. Tuve que llamar a la madre de un compañero de su clase y pedirle que se esperar un cuarto de hora. Finalmente fueron casi 30 minutos y aunque la mama en cuestión estuvo sonriente y amable, mi hijo tenía una cara que le llegaba al suelo.

Corriendo fuimos a comprar la merienda y a clase de piano. Lo deje allí y aproveche los 90 minutos de formación para quedar con una persona, a la que quiero mucho, para tomar una copa. Necesitábamos hablar y hablarnos, así que fueron dos copas. Concusión: volví a llegar tarde para recoger a mi hijo.

Como el almuerzo con mis amigos había generado la primera tormenta conyugal del día, al objeto de minimizarla decidí pasarme por el supermercado del El Corte Ingles y suturar el roto con unos percebes, algo de quisquilla, un buen jamón y rioja.
Sinceramente no sirvió de mucho, puesto que mis incumplimientos y retrasos pesaron más que mis intentos de zurcido. Solo al final de la noche conseguí alcanzar un breve armisticio, que al menos me concede tiempo para bajar la guardia.


Pues bien, fue durante la compra en el súper, cuando surgió –no se como- una conversación sobre la muerte. Mi hijo, que apenas tiene 10 años se siente muy impresionado y absolutamente encogido con este tema. Como no se ha educado en ninguna fe religiosa, afronta el hecho de la muerte como un final trafico y sinsentido. No quiere hablar de ello nunca, pero es consciente de que es una realidad inminente en su entrono, pues comprende que sus abuelos tienen una edad que les hace candidatos a desaparecer en un periodo de tiempo mas o menos breeve –ojala y sea largísimo-.

Cuando le dije que este era un tema del que debitamos hablar y que teníamos que afrontar como un hecho natural, irremediablemente unido a la vida, se echo a llorar. Estaba completamente descorazonado, lo abrace, me abrazo y le pregunte el porque de su llanto. Me miró muy serio, triste y con los ojos llenos de lagrimas:

- “Es que me tengo que morir y yo no quiero morirme”


Nuevamente se puso a llorar abrazado a mí. Entonces se paro, me miro de nuevo y me dijo:

- “Supongo que los que son religiosos sufren menos por esto, al fin y al cabo ellos creen que después de la muerte hay algo.”

No supe que decir. Estaba totalmente noqueado. Al cabo de unos segundos solo acerté a buscar la formula para cerrar el tema y le dije:

- “No te preocupes, queda mucho tiempo para que nos tengamos que morir, y antes todavía tenemos que hacer un montón de cosas juntos”

Me abrazo, me beso y me dijo:

- “Eres el mejor padre del mundo y te quiero.”

Lo abrace y me sentí muy feliz. Ahora mientras lo escribo lloro. De emoción.